Seguidores
domingo, 13 de octubre de 2013
jueves, 20 de enero de 2011
Quién te dijo a vos que las princesas planchaban?
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Medellín, Colombia
Patricia es una de esas mujeres que impactan desde la primera vez que las ves.
Es alta, bella, elegante y de nariz respingada esculpida por algún cirujano.
Habla con propiedad y su conversación envuelve y entretiene.
Siempre viste a la moda y se pone tacones muy altos que te duelen a vos, aunque sea ella la que los lleve puestos. Tiene cuerpo de diosa y ambición de mortal.
Su pelo es abundante y ondulado. A veces parece tener vida propia y te recuerda el comercial del champú que hacía Farrah Fawcett.
Dejó de cumplir años a los treinta y cinco y calcularle la edad requeriría de un matemático, un esteticista, un antropólogo y una vieja chismosa.
Su piel es tan lozana como la de una quinceañera y su maquillaje es suave, resaltado por unos labios perfectamente delineados y humectados que complementan un labial rosáceo que pone en evidencia una boca sutilmente coqueta.
Sus uñas tienen siempre un esmalte de un color indescriptible, de esos que solamente conocen las mujeres y que a los hombres nos supera porque difícilmente manejamos veinticuatro colores, los que traía la cajita de Prismacolor que nos compraban en el primer año de escolaridad.
Nació en un pueblo del suroeste antioqueño llamado Ciudad Bolívar, que aunque no tiene nada de ciudad, tenés que denominar así porque los oriundos de dicho lugar se emputan si le decís simplemente Bolívar. Es un pueblo grande y bonito, enmarcado en las montañas majestuosas de nuestra zona cafetera y lleno de árboles, caballos y mujeres hermosas.
Ella siempre fue la más linda del pueblo, la más deseada, la novia perfecta para el médico, el ganadero o el político que quería ser alcalde. Su padre era uno de los ricos del pueblo y le dio una educación privilegiada en colegio de monjas.
Su inteligencia destaca tanto como su belleza. Habría sido una excelente economista y se habría podido ganar no un premio Nobel sino dos, porque su habilidad económica la envidiaría cualquier empresa o entidad financiera. Pero nunca quiso ir a la universidad. Ella no buscaba títulos, buscaba marrano, más concretamente, un tontohermoso que la sacara del pueblo y la trajera a Medellín a codearse con la alta sociedad.
Lo encontró en Rafael, un empleado público de medio pelo que era hijo de otro rico del pueblo y al que le veía un futuro brillante como ingeniero.
Princesa de pueblo como era, Patricia se hizo la difícil y él tuvo que echar mano de toda su galantería y de uno que otro bolero para poderla conquistar. Una vez me contó que se le volvió un reto tan grande que cuando le dio el primer beso, sintió que se había ganado una medalla de oro.
De hecho se la ganó, porque cuando un hombre con cara de cliente fácil se casa con una mujer tan bella e inteligente, su desarrollo profesional empieza a dispararse.
Ella lo sacó de sus círculos sabatinos y sus viernes parranderos y lo catapultó a los clubes sociales, las fiestas donde comen cosas que él no sabe pronunciar y las galerías de arte donde él bosteza mientras ella sonríe y de vez en cuando le da un codazo para que no la haga quedar como un zapato.
Apenas pudo lo obligó a crear una empresa de asesorías ingenieriles y lo empoderó con una serie de contratos que les dieron casa en barrio fino, finca en sector exclusivo y un apartamento en Cartagena que él compró a regañadientes pero que hoy enfatiza como la mejor inversión de su vida. Ella tiene tanta visión que debería ser inversionista o asesor financiero y no ama de casa.
Pero es allí donde más despliega sus habilidades. Ir a su apartamento es una experiencia para los sentidos. Lo ha decorado con tan buen gusto que te da temor hasta sentarte en uno de sus sofás con cojines hindúes porque pensás que vas a manchar de plebeyo los muebles de su castillo.
Su hogar huele a una mezcla de medio oriente y campiña francesa. Su cuerpo también lo perfuma con las carísimas fragancias de L’Occitane, una cadena francesa que aquí tiene como clientela principal a las dediparadas.
Ella es la perfecta anfitriona y sus fiestas hasta salen en las crónicas sociales porque le encanta invitar a personalidades criollas y a uno que otro extranjero que visita la ciudad y que ella conoce en conciertos, galas de beneficencia o eventos académicos a los que invitan al marido.
Sus fiestas las describe como “fantabulosas”, un adjetivo que quizás ella misma se inventó para destacar que son fantásticas y fabulosas al mismo tiempo.
Es entonces cuando me invita a su casa y lo hace a través del marido, quien termina de convencerme recordándome que un par de veces me referenció un buen cliente y que uno nunca sabe dónde puede encontrar clientes potenciales. Rafael habla inglés montañero y me las ingenio para rescatarlo de sus metidas de pata monumentales en las que confunde soccer con sucker o dice que un “electric ingeniér”. Jamás me paga pero no me siento usado ni estafado porque sus fiestas son un gana-gana. Él queda bien y yo me divierto observando la fauna social que podría inspirarme muchas historias.
El tipo hace lo que su princesita le manda y aunque no podría asegurar que todavía la ama porque es un perruncho consumado que salta de cama en cama, jamás se divorciaría de ella porque esa mujer está tan bien conectada que supera a la mejor relacionista pública de cualquier empresa.
Ella es una mujer de detalles y de fina coquetería. La ves en el funeral de la mamá de un empresario, en el cumpleaños de un niño rico, en el prom de la vecina de mejor familia, en el rescate de un parapentista que se quedó enredado en unos cables eléctricos y hasta en la cena de las orquídeas, un evento de caridad que congrega a lo más distinguido de la sociedad y al cuerpo consular de la ciudad.
Es la dama bien hablada, bien vestida y bien emperifollada que quisieras tener de amiga, pero ella siempre ha sido clara que “no tiene amigos sino amigas porque las mujeres son más interesantes y complejas mientras que los hombres somos seres predecibles que siempre pensamos con la “cabecita”, cambiamos el vino por la asquerosa cerveza y desnudamos con la mirada a cualquier culiparada que nos pasa por el lado”.
Ella se esmera por hacerlos sentir especiales en sus fiestas y les echa piropos sutiles porque sabe que alimentando el ego masculino los tendrá comiendo en su mano y engordando la cuenta bancaria de su marido, quien le paga los viajes de compras a Miami, las excursiones a Europa y a las civilizaciones antiguas donde ella se identifica con faraones, zarinas y reinas caprichosas y por supuesto, las cirugías que ya la hacen parecer hermana de su hija universitaria.
A su marido en cambio, lo entretiene con un six-pack de cerveza, un televisor gigante para ver los partidos de fútbol y una revista de “soft porn” a la que lo suscribió una vez porque se la encimaban con su suscripción de Jet-Set, Hola o cualquier revista de chismes que ella devora con avidez mientras comenta cosas como “qué impresión!”, “me moríiiiiiiii con este papasote!” o “mirá vos, quien ve a esta tan chiquita y tan cuqui-contenta!”.
Es una impecable administradora del hogar y maneja a su servidumbre con una campanita de cristal dándoselas de aristocrática. Merca en distintos supermercados y plazas de mercado y hace rendir la plata como ninguna. Pero jamás aprendió a hacer ningún oficio doméstico y ni siquiera sabe cocinar. Cuando la empleada del servicio se enferma y no encuentra remplazo de última hora, se lleva la familia entera a un restaurante o pide domicilios. Si su esposo se pone pesado pidiéndole labores domésticas que derrumbarían su balcón de Julieta tropical, ella le grita su espectacular frase de combate:
Quién te dijo a vos que las princesas planchaban?
© 2010, Malcolm Peñaranda.
Ciudad Escenario: Medellín, Colombia
Patricia es una de esas mujeres que impactan desde la primera vez que las ves.
Es alta, bella, elegante y de nariz respingada esculpida por algún cirujano.
Habla con propiedad y su conversación envuelve y entretiene.
Siempre viste a la moda y se pone tacones muy altos que te duelen a vos, aunque sea ella la que los lleve puestos. Tiene cuerpo de diosa y ambición de mortal.
Su pelo es abundante y ondulado. A veces parece tener vida propia y te recuerda el comercial del champú que hacía Farrah Fawcett.
Dejó de cumplir años a los treinta y cinco y calcularle la edad requeriría de un matemático, un esteticista, un antropólogo y una vieja chismosa.
Su piel es tan lozana como la de una quinceañera y su maquillaje es suave, resaltado por unos labios perfectamente delineados y humectados que complementan un labial rosáceo que pone en evidencia una boca sutilmente coqueta.
Sus uñas tienen siempre un esmalte de un color indescriptible, de esos que solamente conocen las mujeres y que a los hombres nos supera porque difícilmente manejamos veinticuatro colores, los que traía la cajita de Prismacolor que nos compraban en el primer año de escolaridad.
Nació en un pueblo del suroeste antioqueño llamado Ciudad Bolívar, que aunque no tiene nada de ciudad, tenés que denominar así porque los oriundos de dicho lugar se emputan si le decís simplemente Bolívar. Es un pueblo grande y bonito, enmarcado en las montañas majestuosas de nuestra zona cafetera y lleno de árboles, caballos y mujeres hermosas.
Ella siempre fue la más linda del pueblo, la más deseada, la novia perfecta para el médico, el ganadero o el político que quería ser alcalde. Su padre era uno de los ricos del pueblo y le dio una educación privilegiada en colegio de monjas.
Su inteligencia destaca tanto como su belleza. Habría sido una excelente economista y se habría podido ganar no un premio Nobel sino dos, porque su habilidad económica la envidiaría cualquier empresa o entidad financiera. Pero nunca quiso ir a la universidad. Ella no buscaba títulos, buscaba marrano, más concretamente, un tontohermoso que la sacara del pueblo y la trajera a Medellín a codearse con la alta sociedad.
Lo encontró en Rafael, un empleado público de medio pelo que era hijo de otro rico del pueblo y al que le veía un futuro brillante como ingeniero.
Princesa de pueblo como era, Patricia se hizo la difícil y él tuvo que echar mano de toda su galantería y de uno que otro bolero para poderla conquistar. Una vez me contó que se le volvió un reto tan grande que cuando le dio el primer beso, sintió que se había ganado una medalla de oro.
De hecho se la ganó, porque cuando un hombre con cara de cliente fácil se casa con una mujer tan bella e inteligente, su desarrollo profesional empieza a dispararse.
Ella lo sacó de sus círculos sabatinos y sus viernes parranderos y lo catapultó a los clubes sociales, las fiestas donde comen cosas que él no sabe pronunciar y las galerías de arte donde él bosteza mientras ella sonríe y de vez en cuando le da un codazo para que no la haga quedar como un zapato.
Apenas pudo lo obligó a crear una empresa de asesorías ingenieriles y lo empoderó con una serie de contratos que les dieron casa en barrio fino, finca en sector exclusivo y un apartamento en Cartagena que él compró a regañadientes pero que hoy enfatiza como la mejor inversión de su vida. Ella tiene tanta visión que debería ser inversionista o asesor financiero y no ama de casa.
Pero es allí donde más despliega sus habilidades. Ir a su apartamento es una experiencia para los sentidos. Lo ha decorado con tan buen gusto que te da temor hasta sentarte en uno de sus sofás con cojines hindúes porque pensás que vas a manchar de plebeyo los muebles de su castillo.
Su hogar huele a una mezcla de medio oriente y campiña francesa. Su cuerpo también lo perfuma con las carísimas fragancias de L’Occitane, una cadena francesa que aquí tiene como clientela principal a las dediparadas.
Ella es la perfecta anfitriona y sus fiestas hasta salen en las crónicas sociales porque le encanta invitar a personalidades criollas y a uno que otro extranjero que visita la ciudad y que ella conoce en conciertos, galas de beneficencia o eventos académicos a los que invitan al marido.
Sus fiestas las describe como “fantabulosas”, un adjetivo que quizás ella misma se inventó para destacar que son fantásticas y fabulosas al mismo tiempo.
Es entonces cuando me invita a su casa y lo hace a través del marido, quien termina de convencerme recordándome que un par de veces me referenció un buen cliente y que uno nunca sabe dónde puede encontrar clientes potenciales. Rafael habla inglés montañero y me las ingenio para rescatarlo de sus metidas de pata monumentales en las que confunde soccer con sucker o dice que un “electric ingeniér”. Jamás me paga pero no me siento usado ni estafado porque sus fiestas son un gana-gana. Él queda bien y yo me divierto observando la fauna social que podría inspirarme muchas historias.
El tipo hace lo que su princesita le manda y aunque no podría asegurar que todavía la ama porque es un perruncho consumado que salta de cama en cama, jamás se divorciaría de ella porque esa mujer está tan bien conectada que supera a la mejor relacionista pública de cualquier empresa.
Ella es una mujer de detalles y de fina coquetería. La ves en el funeral de la mamá de un empresario, en el cumpleaños de un niño rico, en el prom de la vecina de mejor familia, en el rescate de un parapentista que se quedó enredado en unos cables eléctricos y hasta en la cena de las orquídeas, un evento de caridad que congrega a lo más distinguido de la sociedad y al cuerpo consular de la ciudad.
Es la dama bien hablada, bien vestida y bien emperifollada que quisieras tener de amiga, pero ella siempre ha sido clara que “no tiene amigos sino amigas porque las mujeres son más interesantes y complejas mientras que los hombres somos seres predecibles que siempre pensamos con la “cabecita”, cambiamos el vino por la asquerosa cerveza y desnudamos con la mirada a cualquier culiparada que nos pasa por el lado”.
Ella se esmera por hacerlos sentir especiales en sus fiestas y les echa piropos sutiles porque sabe que alimentando el ego masculino los tendrá comiendo en su mano y engordando la cuenta bancaria de su marido, quien le paga los viajes de compras a Miami, las excursiones a Europa y a las civilizaciones antiguas donde ella se identifica con faraones, zarinas y reinas caprichosas y por supuesto, las cirugías que ya la hacen parecer hermana de su hija universitaria.
A su marido en cambio, lo entretiene con un six-pack de cerveza, un televisor gigante para ver los partidos de fútbol y una revista de “soft porn” a la que lo suscribió una vez porque se la encimaban con su suscripción de Jet-Set, Hola o cualquier revista de chismes que ella devora con avidez mientras comenta cosas como “qué impresión!”, “me moríiiiiiiii con este papasote!” o “mirá vos, quien ve a esta tan chiquita y tan cuqui-contenta!”.
Es una impecable administradora del hogar y maneja a su servidumbre con una campanita de cristal dándoselas de aristocrática. Merca en distintos supermercados y plazas de mercado y hace rendir la plata como ninguna. Pero jamás aprendió a hacer ningún oficio doméstico y ni siquiera sabe cocinar. Cuando la empleada del servicio se enferma y no encuentra remplazo de última hora, se lleva la familia entera a un restaurante o pide domicilios. Si su esposo se pone pesado pidiéndole labores domésticas que derrumbarían su balcón de Julieta tropical, ella le grita su espectacular frase de combate:
Quién te dijo a vos que las princesas planchaban?
© 2010, Malcolm Peñaranda.
GOMELOS, CONCHETOS AND SIFRINAS: A NEW SOCIETY?
Series: City Scenes
Cities: Caracas, Buenos Aires and Medellín.
How far are those days when youth used to be a symbol of liberty, pride and willingness. Today it seems to have become a symbol of plastic glamour and artificial seduction. But the values, the common sense and the commitment to these days of dark sunsets in a nation going nowhere, just disappeared. And all this wave of ridiculous materialism and clichés, to our amazement, is highly supported by the wealthy families of Colombia.
As any other material trend, the phenomenon of gomelos, conchetos and sifrinas was imported by those so-called “misfit” students of Los Andes University in Bogotá. Where did it begin? In the luxurious and sophisticated sector of Las Mercedes in Caracas (Venezuela) as well as in the high-class neighborhoods of Buenos Aires (Argentina). It all started as a kind of imitation of the lifestyles presented in famous American TV series of the 90s such as “Melrose Place” and “Beverly Hills 90210”, which are being produced again in 2010 with a brand new cast. It was funny to see those beautiful Venezuelan girls dressed exactly equal to any Beverly Hills movie star. They would drive around and around Las Mercedes in their sports cars and would wait for the exact moment when the businessmen of Chacao arrived in the discos, to get in there walking as if they were top-models. Their entire talk was focused on their trips to Miami and the French Riviera and the big amounts of expensive clothes their daddies would buy for them in the most expensive boutiques of Caracas. They were called “sifrinas” and the poor people of Venezuela started associating them with Irene Sáez, the ex-Miss Universe who was elected as the mayoress of Chacao, one of the municipalities of the Metropolitan area of Caracas. Later, this kind of cult to Mister Vain touched the boys too. No longer than a month later, they were imitated by the yuppies of Buenos Aires and Bogotá, where they were called “conchetos” and “gomelos”. At the beginning, you could only see them in the bars of Zona Rosa and the hallways of prestigious universities like Los Andes, Javeriana or El Rosario. Today, they are everywhere in the North of Bogotá, El Poblado, Unicentro and La Mota in Medellín, Jardín Plaza and Chipichape in Cali, El Paraíso in Barranquilla, Cabecera del Llano in Bucaramanga and El Laguito in Cartagena.
How can you identify them? Well, it’s very easy. They always talk as if they were chewing gum, they always wear clothes with famous brands, sometimes they ride Harley-Davidson motorcycles, sometimes they wear just blue jeans and a white T-shirt. They always carry a Blackberry cellular phone or drive a fancy car. They will always act as if the world turned around them. They will always go to the best pubs and discos in Medellín, no matter if they only have money to drink a couple of beers. They always study or dream of studying in universities like Eafit, Ces or Bolivariana and their opinions on different topics will highly depend on what their “daddies” think about those topics.
It is like a carnival you can’t miss any Friday night at places like Melodie B (near Parque Lleras), Babylon (Las Palmas Road) or Blue Rock (10th Street in El Poblado), where you will see the most beautiful sifrinas of Medellín acting as if they were the sisters or cousins of Paris Hilton, Valeria Mazza or Naomi Campbell. And it’s just then when you start thinking: is this our youth, so empty, so shallow? Or is it just a new society?
© 2010, Malcolm Peñaranda.
Cities: Caracas, Buenos Aires and Medellín.
How far are those days when youth used to be a symbol of liberty, pride and willingness. Today it seems to have become a symbol of plastic glamour and artificial seduction. But the values, the common sense and the commitment to these days of dark sunsets in a nation going nowhere, just disappeared. And all this wave of ridiculous materialism and clichés, to our amazement, is highly supported by the wealthy families of Colombia.
As any other material trend, the phenomenon of gomelos, conchetos and sifrinas was imported by those so-called “misfit” students of Los Andes University in Bogotá. Where did it begin? In the luxurious and sophisticated sector of Las Mercedes in Caracas (Venezuela) as well as in the high-class neighborhoods of Buenos Aires (Argentina). It all started as a kind of imitation of the lifestyles presented in famous American TV series of the 90s such as “Melrose Place” and “Beverly Hills 90210”, which are being produced again in 2010 with a brand new cast. It was funny to see those beautiful Venezuelan girls dressed exactly equal to any Beverly Hills movie star. They would drive around and around Las Mercedes in their sports cars and would wait for the exact moment when the businessmen of Chacao arrived in the discos, to get in there walking as if they were top-models. Their entire talk was focused on their trips to Miami and the French Riviera and the big amounts of expensive clothes their daddies would buy for them in the most expensive boutiques of Caracas. They were called “sifrinas” and the poor people of Venezuela started associating them with Irene Sáez, the ex-Miss Universe who was elected as the mayoress of Chacao, one of the municipalities of the Metropolitan area of Caracas. Later, this kind of cult to Mister Vain touched the boys too. No longer than a month later, they were imitated by the yuppies of Buenos Aires and Bogotá, where they were called “conchetos” and “gomelos”. At the beginning, you could only see them in the bars of Zona Rosa and the hallways of prestigious universities like Los Andes, Javeriana or El Rosario. Today, they are everywhere in the North of Bogotá, El Poblado, Unicentro and La Mota in Medellín, Jardín Plaza and Chipichape in Cali, El Paraíso in Barranquilla, Cabecera del Llano in Bucaramanga and El Laguito in Cartagena.
How can you identify them? Well, it’s very easy. They always talk as if they were chewing gum, they always wear clothes with famous brands, sometimes they ride Harley-Davidson motorcycles, sometimes they wear just blue jeans and a white T-shirt. They always carry a Blackberry cellular phone or drive a fancy car. They will always act as if the world turned around them. They will always go to the best pubs and discos in Medellín, no matter if they only have money to drink a couple of beers. They always study or dream of studying in universities like Eafit, Ces or Bolivariana and their opinions on different topics will highly depend on what their “daddies” think about those topics.
It is like a carnival you can’t miss any Friday night at places like Melodie B (near Parque Lleras), Babylon (Las Palmas Road) or Blue Rock (10th Street in El Poblado), where you will see the most beautiful sifrinas of Medellín acting as if they were the sisters or cousins of Paris Hilton, Valeria Mazza or Naomi Campbell. And it’s just then when you start thinking: is this our youth, so empty, so shallow? Or is it just a new society?
© 2010, Malcolm Peñaranda.
Babel bajo el gazebo
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Buenos Aires, Argentina.
Volver a Buenos Aires era como regresar al calor de un verano real.
Un verano donde la calidez de los amigos calentaba más que el mismo sol.
El clima estuvo inmejorable pero una tormenta de emociones estallaba en mí.
Le pregunté a Nadia y a Sergio si mi camisa era la apropiada para la ocasión.
Me peiné los tres pelos de mil maneras para dar una buena impresión.
Me sentía como si asistiera a una entrevista laboral, a una primera cita y como si le estuviera pidiendo la mano a una princesa, todo al mismo tiempo y en el mismo lugar.
“Tenés que calmarte, loco! Qué van a pensar de vos?”, me dije una y otra vez. Los locos no escuchan. Ni siquiera las voces en sus cabezas.
Una fiesta de bienvenida en mi honor! El sólo pensarlo me parecía lindo, un gesto impagable de mis colegas y amigos. Tan sólo ver el alboroto que armaron en la lista cuando anuncié mi visita y les pedí que llevaran solamente comidas y bebidas argentinas para la joda, me emocionó hasta las lágrimas. No podía creer que se esmeraran tanto para sorprenderme. Merecía yo tales honores?
El momento llegó y me sentí más emocionado que aquella vez en la que asistí a una entrega de óscares. Esta vez iba a conocer en directo a todas las celebridades y por supuesto, las tenía que abrazar y besuquear. Un sueño hecho realidad. Tantos colegas y amigos que he admirado durante años, apenas a un abrazo de distancia!
El trayecto hasta la casa de Mariana se me hizo eterno, pese a que Sergio se esmeraba por mostrarme cosas nuevas de ese Buenos Aires que yo redescubría.
Al llegar tomé una foto de la casa, cosa que nunca hago, porque me parecía un sueño estar allí. Quizás era mi momento. Momento para la posteridad.
La casa era enorme y la anfitriona inmejorable. Mariana resultó ser una traductora muy inteligente, súper amable y mucho más joven de lo que imaginé. Su sonrisa dulce nos dio la bienvenida a un escenario cálido y acogedor.
Subir al segundo piso de la casa a través de una estrecha escalera de caracol fue todo un reto que superamos sin tragos en la cabeza. Bajarla fue otra cosa: un sutil acto de movimientos acompasados y suicidas después de los cuales querías gritar: “prueba superada!” al coronar el último escalón.
El segundo piso de la casa era una gran terraza en la que nuestra adorable anfitriona había preparado dos ambientes con esmero. Uno de ellos era el gazebo, donde nos acomodamos la gran mayoría y al que luego accedieron los demás cuando los invitados empezaban a irse.
Cada uno de ellos causó una impresión imborrable en mí. Cada uno de ellos dejó una huella indeleble en mi alma. Cada uno de ellos abrió una portezuela hacia un jardín secreto en el que quise oler y apreciar cada una de las flores. Quería robármelas y traérmelas a casa para iluminarla el resto del año. Pero un chico bueno no roba, si mucho pide prestado. Total, la aduana no me las dejaría pasar.
Con pocos minutos de diferencia, mis estrellas empezaron a llegar para deslumbrarme. Algunas ya estaban allí. Otras tímidamente brillaban desde lejos y yo queriendo bajarlas para pedirles un deseo.
Susi, la gran organizadora del evento y especializada en jodas, resultó ser una dama bella y elegante que no sólo admirás por su belleza y su desvivirse por hacerte sentir especial, sino por sus aportes y esa conversación mezcla de tino y elocuencia.
Bernie, con sus ojos llamativos e inmensos como el océano, me sorprendió no sólo con su verbo impregnado de gran trayectoria académica, sino con su personalidad afable que te hace sentir como que la conocés desde hace mucho tiempo.
Delia en cambio, es de más bajo perfil, parece tímida pero cuando rompés con ella el hielo, descubrís una dama adorable y de sonrisa amistosa.
Victoria, la dulce Victoria, con quien no pude conversar tanto como yo quería, dejó en mi recuerdo su mirada melancólica y esas ganas de abrazarla que aún hoy guardo.
Annie, la autora de tantas crónicas que me han divertido en mi insomnio traductoril, estuvo un tanto tímida y alejada esa noche. Tal vez mi lenguaje corporal no alcanzó a transmitirle lo mucho que quería disfrutar de su compañía y de su charla esa noche.
Gabriela Mejías por su parte, resultó ser abrazable, adorable y pellizcable.
Pepelú, aparte de su experiencia interpretativa, mostró su conocimiento de vinos y su encanto que hacía que varias de mis colegas lo rodearan.
Gladys estuvo un poco tímida, pero cada que podía le sacaba unas cuantas palabras.
María Emma y su esposo prodigaban simpatía y hasta me dieron tips para aprovechar mejor los encantos porteños.
Ruth, la traductora de alemán, al igual que Carmita, Virginia y la otra Susana, me sorprendieron con su conversa agradable.
Cada uno de mis colegas se esforzó por hacerme sentir bienvenido y querido.
María Clelia, luego de haberme mostrado pacientemente sitios claves de Buenos Aires, me daba vuelta de vez en cuando para asegurarse de que la estuviera pasando bien y probando cada ricura de la abundante comida.
Con ella me devolví a casa de Sergio en el taxi. Despedirme de ella era como una especie de déjà vu extraño. Era como decirle adiós a Cynthia en Nueva York, a Raschid en Londres o a Hannes en Amsterdam. Escenas de despedida en un taxi, caleidoscopios de emociones fraternales con hermanos que te da la vida.
Llegar luego a la casa del gran hermano fue estar envuelto en ese calor de hogar con el que me rodeó esa familia que me acogió y adoptó con tanto cariño.
Hoy, casi dos años después, la cascada de emociones sigue bañándome y renovándome para hacerme recordar que al sur del sur existió una Babel bajo un gazebo, unos seres inmensos que te hacen sentir en casa, una brisa de verano que no tumbaría torre alguna, una variedad gastronómica que te queda en el paladar y en los cinco sentidos, una bebé adorable que empezás a querer como si fuese tuya, un alimento para el alma que nunca querés digerir y un palpitar de un corazón que te grita que tu casa está donde están tus afectos.
© 2010, Malcolm Peñaranda.
Ciudad Escenario: Buenos Aires, Argentina.
Volver a Buenos Aires era como regresar al calor de un verano real.
Un verano donde la calidez de los amigos calentaba más que el mismo sol.
El clima estuvo inmejorable pero una tormenta de emociones estallaba en mí.
Le pregunté a Nadia y a Sergio si mi camisa era la apropiada para la ocasión.
Me peiné los tres pelos de mil maneras para dar una buena impresión.
Me sentía como si asistiera a una entrevista laboral, a una primera cita y como si le estuviera pidiendo la mano a una princesa, todo al mismo tiempo y en el mismo lugar.
“Tenés que calmarte, loco! Qué van a pensar de vos?”, me dije una y otra vez. Los locos no escuchan. Ni siquiera las voces en sus cabezas.
Una fiesta de bienvenida en mi honor! El sólo pensarlo me parecía lindo, un gesto impagable de mis colegas y amigos. Tan sólo ver el alboroto que armaron en la lista cuando anuncié mi visita y les pedí que llevaran solamente comidas y bebidas argentinas para la joda, me emocionó hasta las lágrimas. No podía creer que se esmeraran tanto para sorprenderme. Merecía yo tales honores?
El momento llegó y me sentí más emocionado que aquella vez en la que asistí a una entrega de óscares. Esta vez iba a conocer en directo a todas las celebridades y por supuesto, las tenía que abrazar y besuquear. Un sueño hecho realidad. Tantos colegas y amigos que he admirado durante años, apenas a un abrazo de distancia!
El trayecto hasta la casa de Mariana se me hizo eterno, pese a que Sergio se esmeraba por mostrarme cosas nuevas de ese Buenos Aires que yo redescubría.
Al llegar tomé una foto de la casa, cosa que nunca hago, porque me parecía un sueño estar allí. Quizás era mi momento. Momento para la posteridad.
La casa era enorme y la anfitriona inmejorable. Mariana resultó ser una traductora muy inteligente, súper amable y mucho más joven de lo que imaginé. Su sonrisa dulce nos dio la bienvenida a un escenario cálido y acogedor.
Subir al segundo piso de la casa a través de una estrecha escalera de caracol fue todo un reto que superamos sin tragos en la cabeza. Bajarla fue otra cosa: un sutil acto de movimientos acompasados y suicidas después de los cuales querías gritar: “prueba superada!” al coronar el último escalón.
El segundo piso de la casa era una gran terraza en la que nuestra adorable anfitriona había preparado dos ambientes con esmero. Uno de ellos era el gazebo, donde nos acomodamos la gran mayoría y al que luego accedieron los demás cuando los invitados empezaban a irse.
Cada uno de ellos causó una impresión imborrable en mí. Cada uno de ellos dejó una huella indeleble en mi alma. Cada uno de ellos abrió una portezuela hacia un jardín secreto en el que quise oler y apreciar cada una de las flores. Quería robármelas y traérmelas a casa para iluminarla el resto del año. Pero un chico bueno no roba, si mucho pide prestado. Total, la aduana no me las dejaría pasar.
Con pocos minutos de diferencia, mis estrellas empezaron a llegar para deslumbrarme. Algunas ya estaban allí. Otras tímidamente brillaban desde lejos y yo queriendo bajarlas para pedirles un deseo.
Susi, la gran organizadora del evento y especializada en jodas, resultó ser una dama bella y elegante que no sólo admirás por su belleza y su desvivirse por hacerte sentir especial, sino por sus aportes y esa conversación mezcla de tino y elocuencia.
Bernie, con sus ojos llamativos e inmensos como el océano, me sorprendió no sólo con su verbo impregnado de gran trayectoria académica, sino con su personalidad afable que te hace sentir como que la conocés desde hace mucho tiempo.
Delia en cambio, es de más bajo perfil, parece tímida pero cuando rompés con ella el hielo, descubrís una dama adorable y de sonrisa amistosa.
Victoria, la dulce Victoria, con quien no pude conversar tanto como yo quería, dejó en mi recuerdo su mirada melancólica y esas ganas de abrazarla que aún hoy guardo.
Annie, la autora de tantas crónicas que me han divertido en mi insomnio traductoril, estuvo un tanto tímida y alejada esa noche. Tal vez mi lenguaje corporal no alcanzó a transmitirle lo mucho que quería disfrutar de su compañía y de su charla esa noche.
Gabriela Mejías por su parte, resultó ser abrazable, adorable y pellizcable.
Pepelú, aparte de su experiencia interpretativa, mostró su conocimiento de vinos y su encanto que hacía que varias de mis colegas lo rodearan.
Gladys estuvo un poco tímida, pero cada que podía le sacaba unas cuantas palabras.
María Emma y su esposo prodigaban simpatía y hasta me dieron tips para aprovechar mejor los encantos porteños.
Ruth, la traductora de alemán, al igual que Carmita, Virginia y la otra Susana, me sorprendieron con su conversa agradable.
Cada uno de mis colegas se esforzó por hacerme sentir bienvenido y querido.
María Clelia, luego de haberme mostrado pacientemente sitios claves de Buenos Aires, me daba vuelta de vez en cuando para asegurarse de que la estuviera pasando bien y probando cada ricura de la abundante comida.
Con ella me devolví a casa de Sergio en el taxi. Despedirme de ella era como una especie de déjà vu extraño. Era como decirle adiós a Cynthia en Nueva York, a Raschid en Londres o a Hannes en Amsterdam. Escenas de despedida en un taxi, caleidoscopios de emociones fraternales con hermanos que te da la vida.
Llegar luego a la casa del gran hermano fue estar envuelto en ese calor de hogar con el que me rodeó esa familia que me acogió y adoptó con tanto cariño.
Hoy, casi dos años después, la cascada de emociones sigue bañándome y renovándome para hacerme recordar que al sur del sur existió una Babel bajo un gazebo, unos seres inmensos que te hacen sentir en casa, una brisa de verano que no tumbaría torre alguna, una variedad gastronómica que te queda en el paladar y en los cinco sentidos, una bebé adorable que empezás a querer como si fuese tuya, un alimento para el alma que nunca querés digerir y un palpitar de un corazón que te grita que tu casa está donde están tus afectos.
© 2010, Malcolm Peñaranda.
viernes, 29 de enero de 2010
A CIDADE DA ALEGRIA
A cidade da alegria
Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Porto Alegre, Brasil
Volver a Brasil después de tantos años fue como lanzarse a un océano nuevo.
Cuarenta años de recuerdos me atropellaron como un camión doble-troque y me levanté de la embestida como se levantaba el coyote en las caricaturas.
Entrar en este colapiscis de sabores, olores y colores tan diversos era como entrar a un mercado persa en el que no sabés qué comprar.
Mi lado brasilero despertó y me sentí un poco en casa, pero más como cuando regresás a casa después de una larga guerra y encontrás que tu casa cambió, que ya no están los viejos muebles, que los vecinos te miran con cara de “y vos quién sos?” y que las calles parecen ser las de una dimensión desconocida.
Brasil, meu Brasil. Un colage de identidades paralelas y a la vez disímiles. Un nación en proyecto donde los grupos étnicos dicen vivir en armonía pero todavía se muestran los dientes. Un país que se dice pacífico pero donde sus diez metrópolis registran a diario interminables guerras urbanas.
Mi primera faena cultural es una cena navideña con una familia de mormones.
Son muy amables, respetuosos y moderadamente abiertos. Les asombra que yo haya estado en Salt Lake City y conozca la mecca mormona mejor que ellos mismos.
La comida es abundante y deliciosa. Descubro que el salpicón para ellos es una ensalada mientras que para nosotros es una mezcla de frutas. Pruebo un nuevo animal: el chester, un curioso híbrido de pavo y gallina. Sabe bien. Me divierte el colorido del vestido de la anfitriona. Cuando pido que me pongan samba para ambientar la reunión descubro el racismo manifiesto en Robson, el muchacho de casa, quien dice que sólo baila samba con los dedos, porque es música de negros y aunque le suena bien, no le entra en el cuerpo.
En los días que siguen exploro la ciudad de la alegría para darme cuenta que ese eslogan se ha vuelto una utopía, que la gente sonríe poco y que la alegría ya no es brasilera. El crisol de razas, culturas y clases sociales no se mezcla del todo y las clases sociales son más marcadas que en muchos lugares del continente. El sistema de transporte es increíblemente organizado y cada bus urbano y vagón del metro tiene poemas que hacen los largos viajes menos tediosos. La ciudad es larga y estrecha como Chile, un chorizo lleno de edificios y gentes que van y vienen las 24 horas del día. Es casi tan grande como Medellín, pero mucho menos industrializada. El centro es horrible, como en cualquier ciudad grande. Entrar a los baños públicos es una aventura fétida de la que huís espantado y evitando respirar para no aspirar esos olores. La gente va siempre ensimismada y pasás completamente desapercibido. Mi portugués está más fosilizado de lo que imaginaba. Intento pequeñas empresas comunicativas y termino hablando portuñol o diciendo alguna insensatez. El calor es insoportable y el barullo de ciudad alcanza a alienarte.
Entrar en un banco, local comercial o cualquier espacio con aire acondicionado es entrar en el cielo. En Brasil todo es grande. Todo. Empezando por las distancias e incluyendo los almuerzos “a la minuta” en los que sirven en cantidades alarmantes, como si estuvieran llenando camioneros.
El metro es viejo y se asemeja más a un tren de cercanías. Al entrar en él empiezo a sentir los brasileros más cercanos, menos tangenciales. En una de las estaciones empiezan a acecharme con miradas escrutadoras. Había olvidado que en este país te hacen el amor sólo con los ojos, sin quitarte la ropa, sin tocarte siquiera. Miradas que me estrujan y violentan mi interior convirtiéndolo en un volcán en erupción. Pasan cuatro estaciones y dejo de sentir el ruido del tren para sentir el torrente de mi sangre que como lava pugna por salir de mi cuerpo. El bulto ya es indisimulable y la eyaculación amenaza con manchar mi pantalón. Recurro a una técnica tántrica para inyacular en vez de eyacular. El agua de vida salpica mis entrañas y fustiga mi cachondeo de latino caliente e insaciable. Es el momento en que el tren llega a su estación final: São Leopoldo. Me incorporo avergonzado como adolescente al que han sorprendido masturbándose. No hay kleenex. No hay silicio. Tan solo un sol candente que revuelve un cuerpo recalentado.
La política en estos lados es narcotizante. El pueblo vive de ilusiones y utopías. La maquinaria mediática del presidente Lula da Silva es imparable. Afuera se le asume como el redentor sudamericano, aquí se le ve más como el anciano marrullero que le da de comer a las palomas en el parque. Les tira pedacitos de felicidad y bienestar, pero el pueblo sigue empobreciéndose empeliculado con el cuento que se inventaron los economistas de que Brasil será ahora la nueva potencia del mundo. Tanta riqueza no se ve en la gente de a pié, que sigue sobreviviendo con sueldos miserables y productos básicos carísimos. La izquierda les mintió tanto como les mintió la derecha y ahora el exsindicalista se codea con los empresarios poderosos y llena su bolsillo izquierdo con los reales que le niega al sistema de salud que beneficia a los más pobres. Es tan corrupto como los anteriores, pero le apuesta al continuismo con una candidata títere que hará su voluntad y mantendrá su clientela mientras la constitución le permite volver. Al pueblo le seguirá dando pan y circo. Los payasos seguirán sonriendo aunque lleven en sus sienes coronas de espinas.
Ir a una playa de los alrededores es una experiencia particular. Tramandaí, a menos de dos horas de Porto Alegre en autobús, es una playa donde voy para hacer el ritual de las siete olas, pero no siento muchas ganas de sumergirme en un mar marrón y llego de algas. A praia do povo le dicen los locales. No hay garotas gostosas como imaginan en el resto de Latinoamérica. O se engordaron todas o simplemente las superaron kilométricamente las que ves en las playas caribeñas. Estas, al parecer, no han captado la estética de playa que impera en el Caribe. Pasean desvergonzadamente sus michelines con trajes de dos piezas que te hacen pensar que la moda sí incomoda. Los hombres exhiben sus barrigas como trofeos bávaros y sus pieles son de un blanco ofensivo. Ni siquiera tienen el rosado camarón de los blancos insolados en otras latitudes. Dan ganas de importarles el aceite de coco que venden las negras en Cartagena y que le garantizan a nuestras musas un perfecto bronceado.
El aire del mar me renueva y recargo energías para dar un salto largo hacia mi próximo abismo, Brasil adentro, donde moran los fantasmas y los recuerdos te rondan como dragones a chinos esqueléticos que todo lo resuelven con artes marciales. Mi sable no alcanza a rozar siquiera la piel dura del destino.
© 2010, Malcolm Peñaranda.
FOTOS:
http://www.facebook.com/home.php?#/album.php?aid=7002&id=100000449473071
Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Porto Alegre, Brasil
Volver a Brasil después de tantos años fue como lanzarse a un océano nuevo.
Cuarenta años de recuerdos me atropellaron como un camión doble-troque y me levanté de la embestida como se levantaba el coyote en las caricaturas.
Entrar en este colapiscis de sabores, olores y colores tan diversos era como entrar a un mercado persa en el que no sabés qué comprar.
Mi lado brasilero despertó y me sentí un poco en casa, pero más como cuando regresás a casa después de una larga guerra y encontrás que tu casa cambió, que ya no están los viejos muebles, que los vecinos te miran con cara de “y vos quién sos?” y que las calles parecen ser las de una dimensión desconocida.
Brasil, meu Brasil. Un colage de identidades paralelas y a la vez disímiles. Un nación en proyecto donde los grupos étnicos dicen vivir en armonía pero todavía se muestran los dientes. Un país que se dice pacífico pero donde sus diez metrópolis registran a diario interminables guerras urbanas.
Mi primera faena cultural es una cena navideña con una familia de mormones.
Son muy amables, respetuosos y moderadamente abiertos. Les asombra que yo haya estado en Salt Lake City y conozca la mecca mormona mejor que ellos mismos.
La comida es abundante y deliciosa. Descubro que el salpicón para ellos es una ensalada mientras que para nosotros es una mezcla de frutas. Pruebo un nuevo animal: el chester, un curioso híbrido de pavo y gallina. Sabe bien. Me divierte el colorido del vestido de la anfitriona. Cuando pido que me pongan samba para ambientar la reunión descubro el racismo manifiesto en Robson, el muchacho de casa, quien dice que sólo baila samba con los dedos, porque es música de negros y aunque le suena bien, no le entra en el cuerpo.
En los días que siguen exploro la ciudad de la alegría para darme cuenta que ese eslogan se ha vuelto una utopía, que la gente sonríe poco y que la alegría ya no es brasilera. El crisol de razas, culturas y clases sociales no se mezcla del todo y las clases sociales son más marcadas que en muchos lugares del continente. El sistema de transporte es increíblemente organizado y cada bus urbano y vagón del metro tiene poemas que hacen los largos viajes menos tediosos. La ciudad es larga y estrecha como Chile, un chorizo lleno de edificios y gentes que van y vienen las 24 horas del día. Es casi tan grande como Medellín, pero mucho menos industrializada. El centro es horrible, como en cualquier ciudad grande. Entrar a los baños públicos es una aventura fétida de la que huís espantado y evitando respirar para no aspirar esos olores. La gente va siempre ensimismada y pasás completamente desapercibido. Mi portugués está más fosilizado de lo que imaginaba. Intento pequeñas empresas comunicativas y termino hablando portuñol o diciendo alguna insensatez. El calor es insoportable y el barullo de ciudad alcanza a alienarte.
Entrar en un banco, local comercial o cualquier espacio con aire acondicionado es entrar en el cielo. En Brasil todo es grande. Todo. Empezando por las distancias e incluyendo los almuerzos “a la minuta” en los que sirven en cantidades alarmantes, como si estuvieran llenando camioneros.
El metro es viejo y se asemeja más a un tren de cercanías. Al entrar en él empiezo a sentir los brasileros más cercanos, menos tangenciales. En una de las estaciones empiezan a acecharme con miradas escrutadoras. Había olvidado que en este país te hacen el amor sólo con los ojos, sin quitarte la ropa, sin tocarte siquiera. Miradas que me estrujan y violentan mi interior convirtiéndolo en un volcán en erupción. Pasan cuatro estaciones y dejo de sentir el ruido del tren para sentir el torrente de mi sangre que como lava pugna por salir de mi cuerpo. El bulto ya es indisimulable y la eyaculación amenaza con manchar mi pantalón. Recurro a una técnica tántrica para inyacular en vez de eyacular. El agua de vida salpica mis entrañas y fustiga mi cachondeo de latino caliente e insaciable. Es el momento en que el tren llega a su estación final: São Leopoldo. Me incorporo avergonzado como adolescente al que han sorprendido masturbándose. No hay kleenex. No hay silicio. Tan solo un sol candente que revuelve un cuerpo recalentado.
La política en estos lados es narcotizante. El pueblo vive de ilusiones y utopías. La maquinaria mediática del presidente Lula da Silva es imparable. Afuera se le asume como el redentor sudamericano, aquí se le ve más como el anciano marrullero que le da de comer a las palomas en el parque. Les tira pedacitos de felicidad y bienestar, pero el pueblo sigue empobreciéndose empeliculado con el cuento que se inventaron los economistas de que Brasil será ahora la nueva potencia del mundo. Tanta riqueza no se ve en la gente de a pié, que sigue sobreviviendo con sueldos miserables y productos básicos carísimos. La izquierda les mintió tanto como les mintió la derecha y ahora el exsindicalista se codea con los empresarios poderosos y llena su bolsillo izquierdo con los reales que le niega al sistema de salud que beneficia a los más pobres. Es tan corrupto como los anteriores, pero le apuesta al continuismo con una candidata títere que hará su voluntad y mantendrá su clientela mientras la constitución le permite volver. Al pueblo le seguirá dando pan y circo. Los payasos seguirán sonriendo aunque lleven en sus sienes coronas de espinas.
Ir a una playa de los alrededores es una experiencia particular. Tramandaí, a menos de dos horas de Porto Alegre en autobús, es una playa donde voy para hacer el ritual de las siete olas, pero no siento muchas ganas de sumergirme en un mar marrón y llego de algas. A praia do povo le dicen los locales. No hay garotas gostosas como imaginan en el resto de Latinoamérica. O se engordaron todas o simplemente las superaron kilométricamente las que ves en las playas caribeñas. Estas, al parecer, no han captado la estética de playa que impera en el Caribe. Pasean desvergonzadamente sus michelines con trajes de dos piezas que te hacen pensar que la moda sí incomoda. Los hombres exhiben sus barrigas como trofeos bávaros y sus pieles son de un blanco ofensivo. Ni siquiera tienen el rosado camarón de los blancos insolados en otras latitudes. Dan ganas de importarles el aceite de coco que venden las negras en Cartagena y que le garantizan a nuestras musas un perfecto bronceado.
El aire del mar me renueva y recargo energías para dar un salto largo hacia mi próximo abismo, Brasil adentro, donde moran los fantasmas y los recuerdos te rondan como dragones a chinos esqueléticos que todo lo resuelven con artes marciales. Mi sable no alcanza a rozar siquiera la piel dura del destino.
© 2010, Malcolm Peñaranda.
FOTOS:
http://www.facebook.com/home.php?#/album.php?aid=7002&id=100000449473071
viernes, 3 de abril de 2009
Amores Batracios
Amores Batracios
Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Los Ángeles, California.
Si algo tenían en común aquellas tres mujeres era lo soñadoras.
A veces parecían vivir en un cuento de hadas en el que ni eran felices ni comían perdices.
Las tres eran inmigrantes, bellas y estaban en edad de merecer.
Eran tan exigentes que siempre te preguntabas si estarías a la altura de ese supra yo que ellas proyectaban de vos.
Cuando las conocí me las presentaron como “las tres tristes tigresas” y como al principio no entendí totalmente el porqué de la etiqueta, tuve que utilizar todos mis conocimientos de sicología para descifrar cada enigma de mujer que ellas representaban.
Era como entrar en el laberinto del minotauro, pero sin minotauro y sin burladeros, rastrillando los pies como toro bravo para no dejarse devorar de las tigresas.
Marietta, la salvadoreña, era una médica medianamente exitosa que a veces hacía de uróloga aficionada. Desde que había migrado de su El Salvador en guerra, tenía como única meta encontrar a su príncipe azul aunque para ello tuviese que besar muchos sapos y uno que otro viejito verde.
Hablaba inglés perfectamente pero cuando quería conquistar un gringo visajoso recurría siempre a su frase de cacería número 13: “I don’t speak much English, wanna teach me some?”. Lo decía con acento y más parecía una wetback que una residente retrechera. Si el ganoso de turno se hacía el interesante, recurría entonces a su infalible juego del “tequila caliente” porque era una convencida de que un ombligo apetitoso vale más que mil palabras.
Lola, la española, era una divorciada acomodada que vivía de un salón de belleza que de vez en cuando administraba y del sudor de su exmarido, un macho vulgar y superficial que gastaba parte de su fortuna en callgirls y masajistas pajeras.
Ella en cambio, se derretía por los texanos o por cualquier hombre que tuviera pinta de vaquero y que pudiera cabalgar cual potro salvaje. No necesitaba hablar. Le bastaba su mirada lasciva y sus labios carnosos para conseguir lo que quería. Jamás se le resistió hombre alguno. A todos los despojaba de su ropa interior que luego etiquetaba y guardaba en un cuarto como sus trofeos de guerra. Tenía un pantaloncillo negro que decía Bruce Willis y juraba que se había acostado con él, que le había hecho el “combo” y que el tipo tenía el fetiche de los pies.
Sandra, la colombiana, era tan ilusa como irresistible. Trabajaba como ejecutiva en un banco y a menudo rompía el dress code poniéndose faldas arriba de la rodilla para dejar ver sus piernas perfectas que desconcentraban a cualquiera.
Recién llegada a Los Ángeles soñó con ser actriz y volverse famosa de la noche a la mañana. Empero, jamás se acostó con ningún director para obtener un papel, aunque propuestas no le faltaron. Ella sabía que al hacerlo solamente obtendría el papel de amantonta de ocasión. Había migrado a los Estados Unidos porque estaba harta del machismo de los colombianos y decía que no quería terminar sus días como la típica ama de casa latina. Insistía en que los gringos y europeos eran menos machistas y que la valoraban más por sus opiniones que por sus atributos físicos. Pobre ilusa.
Cuando las tres tigresas salían juntas de cacería se convertían en auténticas depredadoras que devoraban cualquier hombre que cumpliera por lo menos siete de los diez requisitos que habían escrito conjuntamente. Sin pensarlo, se habían convertido en espejos de esos hombres que se acuestan con docenas de mujeres porque creen que a través del sexo encontrarán la mujer ideal, aquella de la que se enamoren porque resulte ser una especie de “virgen con experiencia”, una contradicción de cazador cazado que no piensa con la cabeza sino con la cabecita.
Ellas los buscaban altos y bien parecidos, pero a veces se conformaban con feos inteligentes o enanos con sorpresa. Jamás lo hacían borrachas ni aceptaban faena sin “sombrero” porque decían que preferían morir asesinadas que víctimas de Sida.
Intentaron tantas fórmulas. Experimentaron tantas nacionalidades. Se metieron en medio de tantas parejas. Y besaron tantos sapos! Pero ninguna de las tres coronó su príncipe y terminaron mal casadas, bien divorciadas y cantando “It’s raining men” a todo pulmón en cualquier bar con rocola donde sirvieran buenos martinis. La última vez que hablé con ellas por teléfono estaban en Daytona a la caza de adolescentes cachondos en spring break. Nunca cambiaron. Nunca cambiarán. Y espero que nunca lo hagan porque son infinitamente divertidas.
© 2009, Malcolm Peñaranda.
Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Los Ángeles, California.
Si algo tenían en común aquellas tres mujeres era lo soñadoras.
A veces parecían vivir en un cuento de hadas en el que ni eran felices ni comían perdices.
Las tres eran inmigrantes, bellas y estaban en edad de merecer.
Eran tan exigentes que siempre te preguntabas si estarías a la altura de ese supra yo que ellas proyectaban de vos.
Cuando las conocí me las presentaron como “las tres tristes tigresas” y como al principio no entendí totalmente el porqué de la etiqueta, tuve que utilizar todos mis conocimientos de sicología para descifrar cada enigma de mujer que ellas representaban.
Era como entrar en el laberinto del minotauro, pero sin minotauro y sin burladeros, rastrillando los pies como toro bravo para no dejarse devorar de las tigresas.
Marietta, la salvadoreña, era una médica medianamente exitosa que a veces hacía de uróloga aficionada. Desde que había migrado de su El Salvador en guerra, tenía como única meta encontrar a su príncipe azul aunque para ello tuviese que besar muchos sapos y uno que otro viejito verde.
Hablaba inglés perfectamente pero cuando quería conquistar un gringo visajoso recurría siempre a su frase de cacería número 13: “I don’t speak much English, wanna teach me some?”. Lo decía con acento y más parecía una wetback que una residente retrechera. Si el ganoso de turno se hacía el interesante, recurría entonces a su infalible juego del “tequila caliente” porque era una convencida de que un ombligo apetitoso vale más que mil palabras.
Lola, la española, era una divorciada acomodada que vivía de un salón de belleza que de vez en cuando administraba y del sudor de su exmarido, un macho vulgar y superficial que gastaba parte de su fortuna en callgirls y masajistas pajeras.
Ella en cambio, se derretía por los texanos o por cualquier hombre que tuviera pinta de vaquero y que pudiera cabalgar cual potro salvaje. No necesitaba hablar. Le bastaba su mirada lasciva y sus labios carnosos para conseguir lo que quería. Jamás se le resistió hombre alguno. A todos los despojaba de su ropa interior que luego etiquetaba y guardaba en un cuarto como sus trofeos de guerra. Tenía un pantaloncillo negro que decía Bruce Willis y juraba que se había acostado con él, que le había hecho el “combo” y que el tipo tenía el fetiche de los pies.
Sandra, la colombiana, era tan ilusa como irresistible. Trabajaba como ejecutiva en un banco y a menudo rompía el dress code poniéndose faldas arriba de la rodilla para dejar ver sus piernas perfectas que desconcentraban a cualquiera.
Recién llegada a Los Ángeles soñó con ser actriz y volverse famosa de la noche a la mañana. Empero, jamás se acostó con ningún director para obtener un papel, aunque propuestas no le faltaron. Ella sabía que al hacerlo solamente obtendría el papel de amantonta de ocasión. Había migrado a los Estados Unidos porque estaba harta del machismo de los colombianos y decía que no quería terminar sus días como la típica ama de casa latina. Insistía en que los gringos y europeos eran menos machistas y que la valoraban más por sus opiniones que por sus atributos físicos. Pobre ilusa.
Cuando las tres tigresas salían juntas de cacería se convertían en auténticas depredadoras que devoraban cualquier hombre que cumpliera por lo menos siete de los diez requisitos que habían escrito conjuntamente. Sin pensarlo, se habían convertido en espejos de esos hombres que se acuestan con docenas de mujeres porque creen que a través del sexo encontrarán la mujer ideal, aquella de la que se enamoren porque resulte ser una especie de “virgen con experiencia”, una contradicción de cazador cazado que no piensa con la cabeza sino con la cabecita.
Ellas los buscaban altos y bien parecidos, pero a veces se conformaban con feos inteligentes o enanos con sorpresa. Jamás lo hacían borrachas ni aceptaban faena sin “sombrero” porque decían que preferían morir asesinadas que víctimas de Sida.
Intentaron tantas fórmulas. Experimentaron tantas nacionalidades. Se metieron en medio de tantas parejas. Y besaron tantos sapos! Pero ninguna de las tres coronó su príncipe y terminaron mal casadas, bien divorciadas y cantando “It’s raining men” a todo pulmón en cualquier bar con rocola donde sirvieran buenos martinis. La última vez que hablé con ellas por teléfono estaban en Daytona a la caza de adolescentes cachondos en spring break. Nunca cambiaron. Nunca cambiarán. Y espero que nunca lo hagan porque son infinitamente divertidas.
© 2009, Malcolm Peñaranda.
Morboloco
Morboloco
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Barranquilla, Colombia.
Su verdadero nombre es Jose, o tal vez José, pero en nuestra Costa Atlántica
jamás lo pronuncian con la e acentuada. Pocos saben su nombre sin embargo, pues
todo el que lo conoce lo llama Morboloco, su bien merecido apodo que le
chantaron desde el colegio.
Y es que desde niño era morboso y loco divertido. Todo un atravesado, como
diríamos aquí. Me contó muerto de la risa como a los doce años se ponía una
pantaloneta a la que intencionalmente le rompió el bolsillo derecho y luego le
pedía a sus primas que le buscaran la plata para pagar el “bolis” y lo que
encontraban era sus bolas y su pirulín listo para la acción.
Desde niño las mujeres lo han detestado o lo han amado, pero a ninguna le ha
sido indiferente. Para los hombres es como una especie de héroe al que a veces
admiramos por su atrevimiento pero del que nos avergonzamos por su ordinariez.
Cada una de sus locuras nos divierte aunque al mismo tiempo nos dé vergüenza
ajena. A veces nos preguntamos si sus neurotransmisores están orientados a algo
más que al sexo y al placer.
Como buen costeño, es fresco y locuaz. Es alto y medianamente atractivo, aunque
se cree galán de pueblo. Camina con su tumbao y a veces te preguntás si al
hacerlo está escuchando la canción de Melrose Place o Staying Alive, la
legendaria canción de Bee Gees que identificó a la película Saturday Night
Fever.
Usa lociones frutales y se peina a lo “no me jodás” para no pasar por
metrosexual. Jamás va al gimnasio porque dice que hace tanto ejercicio
horizontal que para qué más. Admira a Marc Anthony por “comerse” a Jennifer
López siendo un flaco feo y desgarbado y asegura que él no la habría preñado con
gemelos sino con trillizos. Su ropa es de caribeño super cool y sus zapatos
siempre están impecablemente lustrados.
Estudió estadística en una universidad privada del interior del país donde dejó
varios corazones rotos, mujeres emocionalmente envenenadas y comprobó aquella
estadística de que la píldora no siempre funciona. Es de los que creen que quien
debe cuidarse es la mujer, no él.
Consiguió un buen trabajo en una entidad estatal y trabaja en una oficina
lúgubre donde la única alegría es él. Los viernes, como les está permitido ir
con otra ropa y a las mujeres toman a pecho lo del viernes casual y se ponen
faldas cortas por el insoportable calor que hace en Barranquilla, él se pone un
espejito en el zapato, cual adolescente de secundaria, y se para muy cerca de
sus compañeras en el cafetín para deleitarse viéndoles los panties e imaginarse
el “peluche” o “la calva de sonrisa vertical”. Ninguna lo abofetea porque ya se
cansaron de hacerlo y comprobar que eso, antes que cambiarlo, lo excita
profundamente. Rita, la paisa, incluso lo reta y abre un poco las piernas
diciéndole “mirame pues el pinguiñono, Morboloco y calmá las ganás enfermizas
que tenés!”.
Él no se intimida con los escándalos, pero prefiere las mujeres tímidas a las
temidas. Cuando va por la calle piropea igual a las colegialas y a las
solteronas ganosas porque dice que una hembrita buena no tiene edad. Si va con
sus amigotes las clasifica con su ranking currambero: “dos patacones” para las
culiperfectas, “patacón y medio” para las que están buenas y “un patacón” para
las que apenas si cumplen sus mínimos requisitos o que necesitan
“embellecedores”, varios tragos de ron blanco.
A veces lo admirás por su desfachatez, a veces lo odiás por su machismo
excesivo, pero como personaje, es divertido e insólito. No podés ser indiferente
a sus sandeces y a su morbo subido. Dice que sería feliz en la mansión Playboy y
que si muere de infarto, que ojalá sea encima de una rubia despampanante.
© 2009, Malcolm Peñaranda.
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Barranquilla, Colombia.
Su verdadero nombre es Jose, o tal vez José, pero en nuestra Costa Atlántica
jamás lo pronuncian con la e acentuada. Pocos saben su nombre sin embargo, pues
todo el que lo conoce lo llama Morboloco, su bien merecido apodo que le
chantaron desde el colegio.
Y es que desde niño era morboso y loco divertido. Todo un atravesado, como
diríamos aquí. Me contó muerto de la risa como a los doce años se ponía una
pantaloneta a la que intencionalmente le rompió el bolsillo derecho y luego le
pedía a sus primas que le buscaran la plata para pagar el “bolis” y lo que
encontraban era sus bolas y su pirulín listo para la acción.
Desde niño las mujeres lo han detestado o lo han amado, pero a ninguna le ha
sido indiferente. Para los hombres es como una especie de héroe al que a veces
admiramos por su atrevimiento pero del que nos avergonzamos por su ordinariez.
Cada una de sus locuras nos divierte aunque al mismo tiempo nos dé vergüenza
ajena. A veces nos preguntamos si sus neurotransmisores están orientados a algo
más que al sexo y al placer.
Como buen costeño, es fresco y locuaz. Es alto y medianamente atractivo, aunque
se cree galán de pueblo. Camina con su tumbao y a veces te preguntás si al
hacerlo está escuchando la canción de Melrose Place o Staying Alive, la
legendaria canción de Bee Gees que identificó a la película Saturday Night
Fever.
Usa lociones frutales y se peina a lo “no me jodás” para no pasar por
metrosexual. Jamás va al gimnasio porque dice que hace tanto ejercicio
horizontal que para qué más. Admira a Marc Anthony por “comerse” a Jennifer
López siendo un flaco feo y desgarbado y asegura que él no la habría preñado con
gemelos sino con trillizos. Su ropa es de caribeño super cool y sus zapatos
siempre están impecablemente lustrados.
Estudió estadística en una universidad privada del interior del país donde dejó
varios corazones rotos, mujeres emocionalmente envenenadas y comprobó aquella
estadística de que la píldora no siempre funciona. Es de los que creen que quien
debe cuidarse es la mujer, no él.
Consiguió un buen trabajo en una entidad estatal y trabaja en una oficina
lúgubre donde la única alegría es él. Los viernes, como les está permitido ir
con otra ropa y a las mujeres toman a pecho lo del viernes casual y se ponen
faldas cortas por el insoportable calor que hace en Barranquilla, él se pone un
espejito en el zapato, cual adolescente de secundaria, y se para muy cerca de
sus compañeras en el cafetín para deleitarse viéndoles los panties e imaginarse
el “peluche” o “la calva de sonrisa vertical”. Ninguna lo abofetea porque ya se
cansaron de hacerlo y comprobar que eso, antes que cambiarlo, lo excita
profundamente. Rita, la paisa, incluso lo reta y abre un poco las piernas
diciéndole “mirame pues el pinguiñono, Morboloco y calmá las ganás enfermizas
que tenés!”.
Él no se intimida con los escándalos, pero prefiere las mujeres tímidas a las
temidas. Cuando va por la calle piropea igual a las colegialas y a las
solteronas ganosas porque dice que una hembrita buena no tiene edad. Si va con
sus amigotes las clasifica con su ranking currambero: “dos patacones” para las
culiperfectas, “patacón y medio” para las que están buenas y “un patacón” para
las que apenas si cumplen sus mínimos requisitos o que necesitan
“embellecedores”, varios tragos de ron blanco.
A veces lo admirás por su desfachatez, a veces lo odiás por su machismo
excesivo, pero como personaje, es divertido e insólito. No podés ser indiferente
a sus sandeces y a su morbo subido. Dice que sería feliz en la mansión Playboy y
que si muere de infarto, que ojalá sea encima de una rubia despampanante.
© 2009, Malcolm Peñaranda.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)