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viernes, 3 de abril de 2009

Amores Batracios

Amores Batracios

Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Los Ángeles, California.

Si algo tenían en común aquellas tres mujeres era lo soñadoras.
A veces parecían vivir en un cuento de hadas en el que ni eran felices ni comían perdices.
Las tres eran inmigrantes, bellas y estaban en edad de merecer.
Eran tan exigentes que siempre te preguntabas si estarías a la altura de ese supra yo que ellas proyectaban de vos.
Cuando las conocí me las presentaron como “las tres tristes tigresas” y como al principio no entendí totalmente el porqué de la etiqueta, tuve que utilizar todos mis conocimientos de sicología para descifrar cada enigma de mujer que ellas representaban.
Era como entrar en el laberinto del minotauro, pero sin minotauro y sin burladeros, rastrillando los pies como toro bravo para no dejarse devorar de las tigresas.
Marietta, la salvadoreña, era una médica medianamente exitosa que a veces hacía de uróloga aficionada. Desde que había migrado de su El Salvador en guerra, tenía como única meta encontrar a su príncipe azul aunque para ello tuviese que besar muchos sapos y uno que otro viejito verde.
Hablaba inglés perfectamente pero cuando quería conquistar un gringo visajoso recurría siempre a su frase de cacería número 13: “I don’t speak much English, wanna teach me some?”. Lo decía con acento y más parecía una wetback que una residente retrechera. Si el ganoso de turno se hacía el interesante, recurría entonces a su infalible juego del “tequila caliente” porque era una convencida de que un ombligo apetitoso vale más que mil palabras.
Lola, la española, era una divorciada acomodada que vivía de un salón de belleza que de vez en cuando administraba y del sudor de su exmarido, un macho vulgar y superficial que gastaba parte de su fortuna en callgirls y masajistas pajeras.
Ella en cambio, se derretía por los texanos o por cualquier hombre que tuviera pinta de vaquero y que pudiera cabalgar cual potro salvaje. No necesitaba hablar. Le bastaba su mirada lasciva y sus labios carnosos para conseguir lo que quería. Jamás se le resistió hombre alguno. A todos los despojaba de su ropa interior que luego etiquetaba y guardaba en un cuarto como sus trofeos de guerra. Tenía un pantaloncillo negro que decía Bruce Willis y juraba que se había acostado con él, que le había hecho el “combo” y que el tipo tenía el fetiche de los pies.
Sandra, la colombiana, era tan ilusa como irresistible. Trabajaba como ejecutiva en un banco y a menudo rompía el dress code poniéndose faldas arriba de la rodilla para dejar ver sus piernas perfectas que desconcentraban a cualquiera.
Recién llegada a Los Ángeles soñó con ser actriz y volverse famosa de la noche a la mañana. Empero, jamás se acostó con ningún director para obtener un papel, aunque propuestas no le faltaron. Ella sabía que al hacerlo solamente obtendría el papel de amantonta de ocasión. Había migrado a los Estados Unidos porque estaba harta del machismo de los colombianos y decía que no quería terminar sus días como la típica ama de casa latina. Insistía en que los gringos y europeos eran menos machistas y que la valoraban más por sus opiniones que por sus atributos físicos. Pobre ilusa.
Cuando las tres tigresas salían juntas de cacería se convertían en auténticas depredadoras que devoraban cualquier hombre que cumpliera por lo menos siete de los diez requisitos que habían escrito conjuntamente. Sin pensarlo, se habían convertido en espejos de esos hombres que se acuestan con docenas de mujeres porque creen que a través del sexo encontrarán la mujer ideal, aquella de la que se enamoren porque resulte ser una especie de “virgen con experiencia”, una contradicción de cazador cazado que no piensa con la cabeza sino con la cabecita.
Ellas los buscaban altos y bien parecidos, pero a veces se conformaban con feos inteligentes o enanos con sorpresa. Jamás lo hacían borrachas ni aceptaban faena sin “sombrero” porque decían que preferían morir asesinadas que víctimas de Sida.
Intentaron tantas fórmulas. Experimentaron tantas nacionalidades. Se metieron en medio de tantas parejas. Y besaron tantos sapos! Pero ninguna de las tres coronó su príncipe y terminaron mal casadas, bien divorciadas y cantando “It’s raining men” a todo pulmón en cualquier bar con rocola donde sirvieran buenos martinis. La última vez que hablé con ellas por teléfono estaban en Daytona a la caza de adolescentes cachondos en spring break. Nunca cambiaron. Nunca cambiarán. Y espero que nunca lo hagan porque son infinitamente divertidas.

© 2009, Malcolm Peñaranda.

Morboloco

Morboloco


Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Barranquilla, Colombia.


Su verdadero nombre es Jose, o tal vez José, pero en nuestra Costa Atlántica
jamás lo pronuncian con la e acentuada. Pocos saben su nombre sin embargo, pues
todo el que lo conoce lo llama Morboloco, su bien merecido apodo que le
chantaron desde el colegio.

Y es que desde niño era morboso y loco divertido. Todo un atravesado, como
diríamos aquí. Me contó muerto de la risa como a los doce años se ponía una
pantaloneta a la que intencionalmente le rompió el bolsillo derecho y luego le
pedía a sus primas que le buscaran la plata para pagar el “bolis” y lo que
encontraban era sus bolas y su pirulín listo para la acción.

Desde niño las mujeres lo han detestado o lo han amado, pero a ninguna le ha
sido indiferente. Para los hombres es como una especie de héroe al que a veces
admiramos por su atrevimiento pero del que nos avergonzamos por su ordinariez.

Cada una de sus locuras nos divierte aunque al mismo tiempo nos dé vergüenza
ajena. A veces nos preguntamos si sus neurotransmisores están orientados a algo
más que al sexo y al placer.

Como buen costeño, es fresco y locuaz. Es alto y medianamente atractivo, aunque
se cree galán de pueblo. Camina con su tumbao y a veces te preguntás si al
hacerlo está escuchando la canción de Melrose Place o Staying Alive, la
legendaria canción de Bee Gees que identificó a la película Saturday Night
Fever.

Usa lociones frutales y se peina a lo “no me jodás” para no pasar por
metrosexual. Jamás va al gimnasio porque dice que hace tanto ejercicio
horizontal que para qué más. Admira a Marc Anthony por “comerse” a Jennifer
López siendo un flaco feo y desgarbado y asegura que él no la habría preñado con
gemelos sino con trillizos. Su ropa es de caribeño super cool y sus zapatos
siempre están impecablemente lustrados.

Estudió estadística en una universidad privada del interior del país donde dejó
varios corazones rotos, mujeres emocionalmente envenenadas y comprobó aquella
estadística de que la píldora no siempre funciona. Es de los que creen que quien
debe cuidarse es la mujer, no él.

Consiguió un buen trabajo en una entidad estatal y trabaja en una oficina
lúgubre donde la única alegría es él. Los viernes, como les está permitido ir
con otra ropa y a las mujeres toman a pecho lo del viernes casual y se ponen
faldas cortas por el insoportable calor que hace en Barranquilla, él se pone un
espejito en el zapato, cual adolescente de secundaria, y se para muy cerca de
sus compañeras en el cafetín para deleitarse viéndoles los panties e imaginarse
el “peluche” o “la calva de sonrisa vertical”. Ninguna lo abofetea porque ya se
cansaron de hacerlo y comprobar que eso, antes que cambiarlo, lo excita
profundamente. Rita, la paisa, incluso lo reta y abre un poco las piernas
diciéndole “mirame pues el pinguiñono, Morboloco y calmá las ganás enfermizas
que tenés!”.

Él no se intimida con los escándalos, pero prefiere las mujeres tímidas a las
temidas. Cuando va por la calle piropea igual a las colegialas y a las
solteronas ganosas porque dice que una hembrita buena no tiene edad. Si va con
sus amigotes las clasifica con su ranking currambero: “dos patacones” para las
culiperfectas, “patacón y medio” para las que están buenas y “un patacón” para
las que apenas si cumplen sus mínimos requisitos o que necesitan
“embellecedores”, varios tragos de ron blanco.

A veces lo admirás por su desfachatez, a veces lo odiás por su machismo
excesivo, pero como personaje, es divertido e insólito. No podés ser indiferente
a sus sandeces y a su morbo subido. Dice que sería feliz en la mansión Playboy y
que si muere de infarto, que ojalá sea encima de una rubia despampanante.


© 2009, Malcolm Peñaranda.